Ser intolerante a la lactosa no implica tener que limitarse a los alimentos sin lactosa. Los alimentos sin lactosa sólo son necesarios para los infrecuentes casos de niños que tienen una deficiencia congénita de lactasa, un trastorno genético que se caracteriza por la ausencia de lactasa, la enzima que transforma la lactosa. La lactosa es un azúcar que se encuentra presente de forma natural, en diferentes cantidades, en diversos productos lácteos, como la leche, la nata, el yogur y los quesos.
La intolerancia a la lactosa se debe a una mala digestión de la lactosa, es decir, a una menor capacidad de digerir esta sustancia, que tiene como consecuencia uno o varios síntomas como hinchazón, diarrea o flatulencia. La mayoría de las personas que tienen una mala digestión de la lactosa pueden consumir lácteos sin sufrir estos síntomas. La lactosa se puede consumir en cantidades moderadas, hasta 12 g en una sola toma o hasta 24 g, preferiblemente en pequeñas cantidades a lo largo del día, durante o al final de una comida (no al principio), sin tener síntomas. También se recomienda a estas personas consumir productos lácteos transformados, como algunos quesos que tienen poca o ninguna lactosa (cheddar, provolone, mozzarella, Grana Padano, etc.) y yogur. El yogur contiene bacterias vivas que mejoran la digestión de la lactosa contenida por el propio yogur en personas que no la digieren bien.
Es más, un consumo regular de productos lácteos por personas que no digieren bien la lactosa podría llevar a una adaptación colónica de la microbiota intestinal (la población de microorganismos que viven en el tubo digestivo), lo que les podría permitir consumir más lácteos.
Por tanto, evitar los productos lácteos en casos de intolerancia a la lactosa no sólo puede ser innecesario sino que también puede llevar a problemas nutricionales, que podrían resultar en consecuencias negativas para la salud como una ingesta baja de calcio y una mala salud de los huesos.